lunes, 21 de septiembre de 2015

ejercicio esquizofrénico sobre un objeto que te guste

Las mesas de madera maciza me vuelven loca. Significan todo para mí: la idea de libertad del día en que finalmente me vaya a vivir sola y pueda elegir una, porque en mi casa nunca hubo una. Huelen tan hermoso: a naturaleza cercenada, a vivo y a muerto, a tierra y a barniz, a polvo y a hogar.
Siempre que vislumbro una me veo tirada encima, acostada, acariciándola con toda la superficie de mi piel, con cada extremidad y cada poro-contacto, el éxtasis de mi sentido; si Dios nos puso tacto fue para sentir la lujuria de una madera bien lustrada; me gustan opacas y oscuras, con un cierto olor a cera pero un resto salvaje, de lo que me es impropio y no debería pertenecerme, de haber pagado por la fiereza de alguien más, por la capacidad de amaestramiento de alguien con las manos suficientemente ásperas, para poder regocijarme en su forma y en su olor, en su piel de roble o de nogal, en su piel de Dios, porque de dónde saliste, madera; qué sos, y por qué si sos tan suave es por el trabajo de hombre de las manos gastadas, acaso podemos perfeccionar lo natural, sé que sí, pero corroborarlo con el tacto, qué experiencia celestial.

Decía que las prefiero oscuras y sin brillo, porque el brillo es vulgaridad. Pero tampoco descarto de entrada una moderna clara y lisa, porque hay que aceptar las formas de la belleza.
No puedo evitar pensar en que si tuvieras un genital te masturbaría, mesa de madera maciza. En que quisiera frotarme en vos durante todo el día hasta que dejes de parecerme tan suave; y parar, y tocar muchas otras cosas más ásperas para volver a tocarte y volver a sentir lo único, lo especial que te forma. Quisiera caminarte descalza, un pie, después otro; sentir las cosquillitas de tu porosidad orgánica presionando las plantas de mis pies, respirándome la planta del pie; hacer equilibrio en tu altura, confiar en la fuerza de tus patas más fuertes que las mías, de tu soporte sólido, rígido, potente y viril; que me sostendrá detenida en el aire, lejos del suelo, sobre tu materialidad viva y muerta que flota conmigo marcando una línea horizontal que se ríe de la gravedad, cortando el aire de mi futuro comedor.

Después arrastraría los pies para sentirte con más fuerza, menos delicada. Intentaré pellizcarte hasta asumir que es imposible, hiriéndome las yemas de los dedos; me abrazaré con todo el cuerpo a cada una de tus patas troncos, recorriéndolas con las dos manos al mismo tiempo, ahorcándolas, queriendo volverlas blandura, recubriéndolas con todas mis palmas y mis pies.

Y poco a poco; cuando no me quede otra opción, empezaré a tratar de destruirte. Primero con golpes de mis puños débiles, de mis nudillos enrojecidos; después correré en busca de mis vasos sin estrenar para revolear uno justo sobre tu centro, para que se astille y se inserte en tu carne vegetal con cada filoso ángulo de vidrio, te veré duplicada por un instante en los mil vidrios partidos, y después, con mucho cuidado, irritándome por tu estado pasivo e inerte, buscaré un cuchillo enorme para atravesarte con fuerza y volver a hacerte orgánica, salvaje e inútil, de nuevo basura la nada que se pudre, de nuevo residuo natural tirado en medio de la selva urbana y de la tierra.

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corazón de tijeras

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