jueves, 7 de enero de 2016

A veces voy al barrio chino a quedarme quieta porque no me registran. Pienso que aúllan fragmentos de dialectos al azar, para comunicarse con el primero que cace el mensaje, y así distinguen sus nacionalidades. No comparto lenguaje, educación, origen, ni Dios. Nada: no existo. No me registran, entonces puedo no ser. Puedo quedarme sentada minutos larguísimos, horas, siendo nadie, siendo nada.


Ayer salí del trabajo con hambre y entré a uno de esos supermercados inmensos, eternos, fluorescentes. Me perdí en las góndolas. El sueño, el ruido y los colores desfiguran la noción del tiempo, sí; pero sobre todo, el estado corporal de cuando todo lo que oís es idioma extranjero, extraño, inalcanzable.
Nada te convoca, nada te demanda.


Me senté en el banco de la vereda donde una señora china comía, con natural dificultad, algo frito de un palo; y en la otra punta, un joven chino miraba su teléfono. A su lado, un tipo gordo, argentino, camisa manga corta blanca sudada medio desabotonada, gritaba al chino sentencias sobre la vida en general. Yo me había puesto demasiado estúpida para escuchar lo que estaba diciendo. Mis oídos se habían acostumbrado al chino, y las palabras castellanas eran otro ruido más. Tal vez ya me había quedado dormida. La cuestión es que empecé a entender en el momento en que el tipo se puso a advertir a alguien sobre una pequeñita china que jugaba haciendo equilibrio en el cordón de la vereda.  


“Ojo, eh, ojo; pasa un colectivo así rápido… pasan muy cerca del cordón por acá… la nena no los ve, ojo, VES, mirá” (Mientras un 107 pasaba a dos metros de distancia de la muchacha).  
La niña inalterada juega y no se entera, no se entera de que a un metro suyo un gordo fantasea en voz alta con su muerte.


A su lado, más adentrados en la vereda y en la rampa de una galería del barrio, rodeado por percheros con ropa en oferta, lo que parece el padre camina en círculos y habla por celular. Otras dos chicas jóvenes llevan un cochecito y hablan chino, distraídas.


“Es que uno de esos bondis… fijate, pasa la rueda ahí nomás y si no te mata, te arrastra unos buenos metros…” No llego a escuchar; no sé si mi imaginación completa lo que falta o si el perverso es efectivamente él.


Pasa otro bondi, esta vez efectivamente pegado al cordón; adivino las palabras que al mismo tiempo son pronunciadas: “Te das cuenta, si hubiera estado ahí…” Me levanto casi como reacción; la niña ya dejó de jugar y se enreda en las piernas de su padre; camino hacia la esquina y detrás mío el gordo y el chino de la otra punta del banco finalmente caminan, cargando las compras del primero hasta su auto, del otro lado de la calle.


Giro la cabeza justo cuando un 42 impacta sin piedad contra el gordo y sus mil bolsas de pescado.

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corazón de tijeras

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